lunes, 2 de febrero de 2009

Me estoy enfrentando al SISTEMA

El Servicio de Atención al Cliente de mi compañía telefónica quiere decirme algo con urgencia.

No pueden esperar. Es algo que cambiará mi vida para siempre, sospecho.

Llevan acosándome cuatro meses. No respetan fines de semana, no respetan festivos. Aposté conmigo misma, y acerté: ellos fueron mi última llamada el día de Nochevieja y mi primera llamada el día de Año Nuevo.

La primera vez que me llamaron no pude responder, estaba ocupada y tenía el móvil en silencio.
Cuando vi la llamada perdida me dije que querrían seducirme con alguna promoción y agradecí no haber oído los tonos en su momento. La última vez que un promotor me engañó para escuchar sus ofertas, me ví conversando sobre técnicas de ligoteo con un argentino recién llegado a España. Y no logró convencerme de nada, el pobre.

La segunda vez que sonó el teléfono lo dejé sonar mientras miraba la pantalla. Decidí que no lo cogería esa vez y tampoco atendería la llamada siguiente, pues estaba convencida de que se produciría sin duda en esa misma semana.

Así fue. Volvieron a llamarme y cumplí mi promesa. Lo que no me imaginaba ni por casualidad es que me volverían a llamar todos y cada uno de los días siguientes durante los próximos meses hasta hoy.

No van a ganarme, no quiero escucharles, no quiero saber como puedo mejorar mi cobertura, no quiero tener la nueva versión de Tetris en mi móvil. ¡Ni siquiera quiero hablar más y pagar menos, lo juro!

Una amiga me aconsejó aceptar la llamada y colgar rápidamente sin decir nada. "De verdad, así se dan por aludidos, creeme".

No. No. No.

Eso sería perder. Y yo quiero ganarles, quiero mostrarme impasible ante este Servicio Inquietante.

Quiero que me den por muerta o que me coloquen en sus listas de Clientes Peligrosos. Quiero que pinchen mi linea telefónica, quiero que vigilen a mis amigos y familiares. Quiero que me manden cientos de cartas amenazadoras. Quiero que me chantajeen con subirme injustamente la cuota mensual.

Enfrentarse al sistema tiene un precio y yo lo acepto. No saben con quien han topado. Llevaba tiempo con ganas de revolución y me lo han puesto en bandeja. Es un acto protesta a mi medida.
Soy la mejor combatiente pasiva. (Aunque no es tán fácil como pensais no contestar una llamada telefónica insistente. (Los actos reflejos son jodidos, queridos).

Nunca sabré lo que quieren de mí, pero espero por su bien que sea algo magnífico.

Espero ser la ganadora de un sorteo millonario, espero que un nuevo modelo de la gama más fashion de aparatitos teléfonicos de la compañía que me acosa lleve mi nombre, espero que se haya creado un premio de Telecomunicaciones en mi honor, espero que, por azar, la plantilla entera haya estado estudiando el horario de mis llamadas para programar una oferta especial a mi medida con la que mensajes y llamadas me salgan completamente gratis.

En cualquier caso, nada de eso lograría que me vendiese al Sistema.

Habéis de saber que, YO, en nombre de la Revolución, rechazo todos estos honores.

viernes, 14 de noviembre de 2008

El barrio technicolor

Preparando un viaje a Buenos Aires, he llegado a la antología Buenos Aires/Escala 1:1 (Los barrios por sus escritores).

En el libro varios autores argentinos describen y fabulan sobre sus respectivos barrios de origen. Parece ser que el libro tuvo cierto éxito.
¿Pero quién no va a montarse una antología de puta madre con los barrios de Buenos Aires?

¿Cómo no escribir sobre Caballito, Flores o San Telmo? Para cualquier juntapalabras por mediocre que sea, no ha de ser difícil encontrar la inspiración en los recovecos de una ciudad como Buenos Aires.

Aunque no solo los barrios porteños son coloridos y grossos. El mío ha de serlo a ratos, solo que formar parte de sus personajes me deja lejos de él.

Hoy viajaba dentro del barrio y he cerrado los ojos y he recorrido mentalmente el camino de mi bus de siempre. (Un número de la familia. Una nave roja y maloliente que me ha visto crecer y cambiar de amistades y de aspecto).

Alguien me dijo una vez que podía recorrer cuando quería en su memoria las calles de su barrio, como si fuera una visita guiada en 3D. A mi me empieza a pasar lo mismo, aun sin tener todavía la necesidad de recordar algo que he dejado atrás.

Cuando he abierto los ojos he pensado como siempre que era todo horrible: qué plaza más desangelada. Que avenida mas sucia. Que provinciana me siento en esta pequeña parte del mundo, entrando en este portal, subiendo estas cuestas. Oigo lo que una vez dije en estas cuestas. Y lo que oí meses después, y años después. Recuerdo caras que forman parte de mí, que se columpian desde mis pulgares hasta mi pecho casi desde que nací.

Y luego he tenido una sensación rara. Me he imaginado a mi misma lejos del barrio, en una vida distinta, en un paisaje distinto, y he tenido la certeza de que eso me espera pronto y me he sentido libre y culpable a la vez. Soy una niña del barrio. Éste es el barrio de mi infancia. Y aunque me guste, no puedo dejar que este sea el barrio del resto de mi vida.

Como mi barrio, mis pensamientos son también en technicolor.
Y es que yo no recuerdo, sueño el pasado. Y es más borroso incluso que cuando me sueño el futuro.

Y si pienso en sudores del colegio, en charlas de pipa y banco o en vueltas a casa escupiendo cada letrero de las calles que me han amparado y perseguido, me envuelvo en tonos distintos que cuando me veo presentando al hijo de mis días ausentes como ofrenda y justificante.

Porque el sentimiento de pertenencia te da equilibrio pero también culpa, desgana y desgarro.

Uno piensa que el viento en su barrio sopla diferente que en el resto de la ciudad.

Es más, uno piensa que el viento de todas las ciudades del mundo no sopla como en aquella esquina de su calle.

Es irracional y orgánico, pero no hay principio aeronáutico que te pueda convencer de lo contrario.

Habría que estudiar la fuerza de los entramados. A mi nada me consuela tanto como pisar lo ya pisado mil veces.

Y en realidad estoy escribiendo ésto porque hoy he creído verte de nuevo.

Hace tiempo que no hablamos, pero no creo que hayas cambiado de opinión. Nunca querrías salir de aquí.

No sé si te hubiera gustado ser un icono de ninguna revolución, pero a lo mejor si te hubiera gustado serlo de nuestro barrio.

Salíamos a la calle y nos encontrabamos. Jugabamos a no quedar y a andar hasta encontrarnos en estas calles. Nunca pusimos reglas al juego, pero ganaba quien veía de lejos al otro, quien lo cazaba.

Más que cazarte me gustaba ver desde lejos tus andares. Y no es que estuviera enamorada de ti, y no es que te eche de menos.

Pero a pesar de mi deseo de fuga, alejarme de aquí supone el riesgo de que nadie quiera jugar conmigo más en las calles de ningún otro barrio.

lunes, 20 de octubre de 2008

La casa ardiendo

Convivo con un fantasma.
No sé quien es, ni de donde ha venido, pero sospecho que procede de algún país tropical, porque en esta casa siempre hace mucho calor, sea verano o invierno, y supongo que la ha elegido por eso, por no cambiar su climatología habitual.
Siempre he notado su presencia, desde mi infancia: cortinas que se movían levemente sin ninguna corriente de aire que las empuje, objetos que cambian de sitio, luces que se encienden y apagan solas...
Lo típico y tópico de las apariciones de toda la vida, caramba. En este piso mundano de clase media no hay nada extraordinario, no iba a pedir yo un fantasma especial.
Dicen que los perros y gatos pueden captar los movimientos de los seres extraterrenales, y aunque yo no soy experta en temas parapsicológicos, debe ser verdad, porque mi perro anda loco a según que horas en la tarde y viene corriendo a mi habitación a esconderse bajo la mesa con las orejas en punta y los ojos fuera de órbita, mirando fijamente un punto en el espacio en el que yo no observo nada, pero él obviamente sí.
No es fácil decir que vives con un fantasma. ¿Cómo se introduce algo así en una conversación medianamente normal?
Es muy ligero el velo que separa a la vida y a la muerte, al mundo sin vueltas que conocemos y a aquello que no queremos nombrar.
Tan ligero es que lo rehuímos espantados, le ponemos tabús a las palabras que forman su campo semántico, como lo hacemos con otras cosas que también constituyen la parte más esencial de nuestra vida.
El sexo y la muerte nos envuelven en nuestra vida cotidiana.
Son dos fuerzas que nos persiguen, que condicionan todas nuestras acciones, que determinan nuestro camino.
Tan estúpidos somos, tanto miedo tenemos, tanto pensamiento medieval queda todavía dentro de esta civilización moderna que huímos de lo que somos, bajamos el tono de voz cuando nos referimos a aquello de lo que estamos hechos, a aquello de lo que venimos y a donde vamos.
Aunque yo reconozco que, en el fondo, la culpa de que no me haya creído nadie cuando he querido confíar mi secreto ha sido mía, porque quizá no lo he contado con la transcendencia que semejante hecho merece.
Pero es que para mi cruzarme con el fantasma por el pasillo de mi casa se ha convertido en algo normal.
A veces me han dado tentaciones de invitar a mi casa a según que gente incrédula para que pasen conmigo y con mi fantasma algunas horas en las que él está especialmente inquieto.A no ser que no le gusten los invitados inesperados, cosa que ya os digo, desconozco por completo de momento, no es violento, ni malvado, ni siquiera ruidoso(excepto aquel día que se empeñó en oír a la Callas una y otra vez en la minicadena del salón y en la salita comentamos su buen gusto musical gratamente sorpendidos).
Que becqueriana soy a veces muy a mi pesar, pues últimamente me ha dado por imaginar que el fantasma es un hombre y está enamorado de mi.
Y cuando por las noches estoy a punto de dormirme y me sopla en la cara ( y a veces en los pezones, o eso he creído notar alguna vez…) aprieto los párpados muy fuerte para no caer en la tentación de abrir los ojos.
Me muero por verlo pero no quiero verlo. No me gustaría una noche, ceder a la tentación de desencajar los párpados y encontrarme con la imagen de mi difunta bisabuela, “la Pascuala” que viene a arroparme para que no coja frío.
No esque yo no quisiera a la Pascuala, pero no quiero perder la ilusión de creer que un apuesto espectro se niega a abandonar mi humilde morada porque está prendado de mí.
Y eso que notarlo cerca de mi es una sensación extraña, de la que no me puedo desprender en un buen rato.
Algo así como cuando tienes un presentimiento tan fuerte que nadie te convence de que quizá no pase aquello de lo que tu estas tan seguro que pondrías las dos manos en el fuego, porque lo sabes, porque te invade una fuerza extraña por un segundo y te eleva a otra dimensión, como si de repente te percataras de que existe alguna divinidad que nos rige, y que hace que pienses que hay algo mas allá de este mundo matemático y exacto, de este mundo-plano.
Y no me refiero a la pantomima esa del tunel luminoso, la gloria eterna y demás gaitas, no esa farsa, sino que caes en la cuenta en una décima de segundo de que hay un doble sentido, un código en el aire, cubierto y escondido por el polvo del paso de los años.
Cuando lo noto tras de mí, sé con certeza que si me vuelvo despacio lo encontraré mirándome con una expresión serena en el rostro, puede que hasta con una media sonrisa un tanto timida, como disculpándose por estar ocupando un lugar entre los vivos.
Pero bueno, ya os habréis dado cuenta a estas alturas de que no me preocupa en absoluto este fantasma del trópico.
Hay cosas de esta casa que me preocupan más.
Porque en esta casa ardiendo las paredes no son paredes, sino trozos de algún infierno que no es el mismo que acoge siempre que quiero, sino otro que me aterra.
Y que yo tenga un ser que no forma parte del mundo de los vivos paseando tranquilo por el pasillo de mi casa no me libra de sufrir los síntomas de la cruda realidad, de todo lo que es palpable y golpea.

jueves, 9 de octubre de 2008

Sobre vocaciones divinas

Nadie se creyó jamás que mi primera vocación frustrada fuera la de pseudo-exploradora religiosa.
Fui la primera de mi curso en aprender a leer y caray, nunca por muchas cosas que viva, seré consciente comolo fui entonces entonces del poder de manejar información antes que nadie. (He sido una niña extraña, porque negarlo).
No se porque directamente enlacé mis primeras lecturas con la afición a lo misterioso, a lo que según mi criterio estaba todavía por descubrir.
En mi cole organizaba y capitaneaba extrañas expediciones en busca de vírgenes de yeso extraviadas en los armarios repletos, entre otra fauna religiosa-estudiantil, de calendarios de Maria Auxiliadora y su niño con colorete en ambas mejilas y cara de pasmado, cirios peligrosamente suicidas y borradores empapados que dejaban secos los paladares y picantes las narices y me obligaban a tragar saliva cien veces hasta que llegaba mi padre a buscarme para soliviantar mi sed eterna de la escuela.
Con tales excursiones peregrinas a los armarios y recovecos del colegio no se muy bien que pretendía demostrar a todos mis amiguitos a los que arrastré sin réplica alguna por su parte a esta cruzada, pero a mi me daba en la nariz que tales vírgenes de tamaño medio y rotas como los busto greco-romanos se reproducían por milagro divino y por doquier en cualquier rincón de aquella vieja escuela nuestra y quería ser nombrada doctora honoris causa en descubrimientos arqueológicos-urbanos de artillería religiosa.
La confusión espiritual de esa época (fomentada por las miles de celebraciones surrealistas que viví en mis primeros años de escolar) me llevo a pensar que era una misión que me había encomendado el Altísimo.
Creía también que la Providencia había querido que yo fuera la primera en aprender a leer y a escribir para poder trazar mapas donde ubicar mis descubrimientos y para que mediante mis escritos, la concurrencia se hiciera cargo del milagro divino que nos llevabamos entre manos Dios Padre y servidora.
Finalmente la expedición solo encontró en un rincón polvoriento de la capilla medio cuerpo de una Virgen con expresión sombría y algo tragicómica, y nos dio tanto miedo a todos que desistimos de buscar otros clones divinos.
El milagro quedó sin confirmar.
Pero yo ya estaba ocupada en materializar mi siguiente vocación frustrada: de repente me dio por la canción ligera.

lunes, 6 de octubre de 2008

Carta al hermano mayor

Contigo siento que aún me tienen que crecer las tetas.
Que tengo que morrearme con un chico y fumarme un canuto para crecer más deprisa.
Soy esa niña pecosa y no demasiado fea de las pelis que se enamora de su vecino o de su primo mayor, o que tiene celos porque su hermano está encoñado de Kimberly, la tetona del insti, o peor aún, de la muy vivida Natacha, la erasmus del este que cuenta unas historias tremendas (e inventadas) sobre su pasado y lleva un corte de pelo un poco andrógino.
Claro, como no ibas a quererme. Soy bonita para pasear, y graciosa para conversar.
Sé que estás orgulloso de mí y que aparecerás en todas mis fotos.
Que sí, que ya lo sé. Que tampoco es mala cosa ésto. Que al fin y al cabo los otros amores o cariños no duran demasiado tiempo, e incluso se tranforman en monstruos insospechados.
Dicen por ahí que un día te das cuenta de que la persona de la que estuviste enamorado se ha convertido en la antítesis de lo que fue y ya no sólo no le reconoces sino que además te cae como el culo. O te hace tanto daño que respire a tu lado que te sientes culpable y desamparado a partes iguales.O creías que tenía unas cualidades que no tiene y descubres que sólo eran cantos de sirena o gamusinos engañabobos, y que esa persona es mucho más simple y vacía de lo que pensabas y no puedes confiar en ella. Y la desilusión es lo peor que se lleva en estos casos, porque ya no sabes si estás luchando por olvidar lo vivido o por olvidar aquello que tú querías que fuera, la irrealidad más absoluta. Y no tiene nada de cuerdo luchar para olvidar la irrealidad. Y además es una estupidez.
Si todo ésto lo sé. Sé también que los amores "menores" son los que duran para siempre jamás.
Que son los únicos que permanecen y florecen y se encuentran a tu lado de igual forma al final de la estacada y al tropiezo con el mar.
Los que se alegran sin doble intención de méritos, reconocimientos, libertad en el alma y demás pequeñas alegrías.
Sé que pensarás en mi en tu luna de miel, cavilando que recuerdo le gustará más a la nena mientras de la mano de tu chica recitas parafernalia amorosa mirando al mar.
Y qué le vamos a hacer.
Siempre seré un sonajero contra las heridas del fracaso y eso contemplado desde el punto de vista humanitario tampoco debe estar tan mal.

Greñas

Nunca me gustó ir a la peluquería.
En mi preadolescencia y adolescencia, a mi aparato dental y mis gafas de culo de vaso había que unirles una tendencia al enredón más que considerable.
Puede que fuera durante muchos años la chica mas despeinada de la región, para absoluto desespero de mi madre, que siempre ha llevado la expresión "correcto" aleteando sobre el manto dorado de su cabeza.
Ella era la única que de vez en cuando conseguía concertar para mí una cita en algún salón de belleza para que sanearan o modernizasen mis rizos. Y cuando esto pasaba, vivía la experiencia como un trauma verdadero.
El día de la cita con el peluquero me levantaba nerviosa, como presagiando algo malo, y no dejaba de pensar en la sonrisita estúpida que el "embellecedor" de turno iba a dirigir a través del espejo azul de su salita de beauté a mis enredones de colegiala fea.
Digo esto porque me acuerdo ahora de uno de los primeros peluqueros a los que confié mis greñas.
Él era un artista de la tijera, que regentaba un prestigioso salón de belleza en el centro de la ciudad y que logró convencerme a los quince años de que con unos reflejos rubios sobre mis rizos morenos estaría mucho más favorecida y que si me cortaba el pelo a la altura de las orejas dejando que mis ondas salvajes (él nunca llamó a los rizos rizos, sino ondas salvajes) se dispararan por su cuenta iba a dar una imagen mucho mas casual, fresca y desenfadada.
Yo no quería, lo juro.
Hubiera matado antes que dejar que ese imitador de Lauren Postigo me tocara un pelo.
Pero sin embargo aparenté estar encantada con el cambio radical porque me miró de esa manera.
De esa manera me miran todavía ahora los profesionales de la belleza.Como con miedo y lástima. Con desazón e incredulidad. Como si tuvieran delante a un marciano.Entonces esa mirada me afectaba muchísimo, y dominaba cualquier rasgo de rebeldía en mí, me dejaba hacer por absoluta inercia. No tenía sentido que me negara a los cambios propuestos por mi peluquero porque su mirada me decía que me hiciera lo que me hiciera en las greñas nunca iba a ser un chica deslumbrante."Déjate hacer" me decían sus ojos "porque al fin y al cabo a ningún otro se le va a ocurrir nada que te salve".
No solo eran mis rasgos complicados, y mi pelo particular. También era yo misma, mi forma de analizar a la gente que entraba en el salón, mi incapacidad para mantener una conversación de cortesía con las demás clientas, mi sonrisa forzada en saludos, despedidas y recuerdos , mi súbita rojez en las mejillas y angustia en el pecho cuando el peluquero o alguna de sus ayudantes me informaban (como si yo solita no me hubiera dado cuenta ya) de lo poquísimo que me parecía a mi madre, tan rubia y ojoverdosa ella.
Cuando dejé de ir a esa carísima peluquería donde tan mal lo pasaba y donde me veía obligada a fingir maravilloso asombro ante cada barbarie que el peluquero jefe sometía a mis pelos, me decidí por las peluquerías del barrio, donde por lo menos no me dejaría la paga de un mes en ponerme cada vez más y más fea.También decidí no volver a mirarme nunca más en los espejos de las peluquerías mientras me cortaban , me peinaban o me secaban el pelo.
Comencé a meter en mi bolso gruesos libros que procuraba fuesen lo suficientemente densos y complicados como para obligarme a no levantar la vista de las líneas en todo el ritual capilar.
No creo haber sentido nunca tal desolación como la que he sentido cuando he encontrado mi triste imagen en el reflejo de un espejo de peluquería.
Me siento sola y fea. Me siento anodina. Una figura sin formas definidas, un borrón extraño que transmite oscuridad y desespero.
Me forjé pues una imagen de rata de biblioteca entre la gente del barrio. Pero sobre todo me forjé una imagen de chica solitaria y extraña.
Porque esa es otra. No me gusta que me acompañen a la peluquería. No me gusta que nadie me vea en ese trance.Incluso a veces cuando alguien me pregunta si he ido a la peluquería desvío el tema como si con esa pregunta se metieran en terreno vedado.No transmito desespero entonces, pero no puedo evitar incomodarme cuando presiento que alguien se aproxima a hacerme un cumplido cortés al ver algún cambio en la forma de mi pelo.
Tengo un sentimiento ambiguo con los piropos , y es que la mayoría de las veces los creo mentiras piadosas. Y supongo que ésto proviene de aquel peluquero jefe que se empeñaba en decirme una y otra vez que con el pelo rubio y corto estaba divina, divina. Con dos cojones.
Sin embargo a veces en éstas visitas a mi infierno particular me encuentro con algún ángel de resurreción que se apiada de mí.No me caen especialmente bien ni especialmente mal las peluqueras, esteticistas y demás fauna del acicalamiento, nuestra relación es distante y fría, pero alguna vez me atiende alguna muchacha con aires de Natalie Portman, sencilla, tierna y despierta, que me peina como todas pero yo siento que también me está curando alguna herida interna.
Y pienso que algunas peluqueras de barrio son las mujeres mas hermosas y gráciles del mundo.Solo con ellas soy capaz de levantar de vez en cuando los ojos de mi lectura engorrosa y mantenerlos en el reflejo de mi nuevo peinado un minuto, dos.
En esos momentos sufro algo parecido al flechazo amoroso, y me invade un sentimiento de culpabilidad inmenso por no haber sido un poco mas amable y dicharachera con todas las peluqueras que han sufrido mis rizos odiosos durante toda mi vida y tantas ganas de dejar de ser así de taciturna y perdida y convertirme en una chica alegre y dulce, con esa ligereza vital y esa devoción por el agrado ajeno al estilo de mi salvadora.
Lo deseo de veras.

sábado, 4 de octubre de 2008

La decisión del rechazo

He bajado a comprar maíz y agua.
De vuelta a casa, en el ascensor, me he mirado en el espejo.
En una mano llevaba la bolsa blanca del chino con el maíz y la botella.
En la otra los cambios del billete de 10 euros.
Y de repente he tenido que lidiar con la idea de que siempre iba a ser así.
De que nuestra vida depende de una búsqueda frenética para conseguir más billetes de diez y luego más maíz y más agua.
De que siempre voy a estar obligada a conseguir dinero y alimentos básicos. Y algo tan simple y racional como ésto, me ha angustiado.
No he descubierto yo la panacea de la tristeza existencial, desde luego.
No soy la pionera en hallazgos de pequeños desasosiegos vitales.

Sé que lo que escribo de tan simple puede dar risa:
Mírala, como una pánfila delante del espejo, apareciendo con cara de colgada en cualquier piso solicitado por un vecino con menos neuras.
Pero no he vuelto a estar de buen humor en todo el día.
En Essex, donde nació Crass, vive un niño de trece años que fuma como un carretero desde los nueve. No va a la escuela, tiene varios apercibimientos policiales, no trabaja, sólo come comida basura, delinque con sus amigos y fuma.
Sobre todo fuma. Fuma todo el tiempo.
Es un niño gordo y pelirrojo que tiene los dedos y los dientes negros con sólo trece años.
No puede correr o jugar porque se ahoga y se cansa enseguida. Los días que va a clase tiene que ir en un taxi hasta la escuela para no llegar desfondado.

Y se ríe el pequeño cabrón mirando a cámara. Alguien ha decidido hacerle un reportaje y venderlo a la televisión española.
Recibe de tanto en tanto la visita de una asistente social. (Las asistentes sociales inglesas: escalofríos por todo el cuerpo sólo de pensar en ellas).
La asistente social le coloca parches de nicotina. Y le avisa: si fumas con el parche de nicotina te encontrarás fatal.Los siguientes planos que vemos son del niño fumando con el puñetero parche de nicotina. Y se sigue riendo, mucho más a gusto que antes si cabe. Intenta colocarle uno de esos parches de nicotina a su perra, pero la madre lo detiene a tiempo.
Y consigue que el espectador también se ría.

No es uno de esos reportajes del tercer mundo en el que niños raquíticos y barrigones se apartan las moscas de los ojos y los espectadores se llevan las manos a la cabeza y apartan la vista.
Resulta que es la decadencia de un niño fumata, que no es un tema mucho más alegre, pero hace gracia. Decir :"que cabroncete" es lo máximo que te inspira.
Su madre no es borracha, ni drogadicta, ni una prostituta inglesa desdentada.Es una mujer separada, con un trabajo estable, aunque tiene que pasar mucho tiempo fuera de casa. Trabaja en un establo, cuidando caballos, a varios kilómetros de la ciudad. Sólo es realmente feliz en su trabajo.
Mira a cámara con resignación:
Sé que no está bien que mi hijo fume a su edad. Le perjudica en muchos aspectos. Su salud, la economía familiar. Pero yo misma fumo casi tanto como él y además le dejo fumar en casa porque no quiero que esté en la calle.Si hubiera nacido en otra época, en otro lugar,sería un niño muy distinto. Pero está aquí y ahora. Es lo que hay, y podría ser peor.
En su ciudad el nivel de desempleo es el más alto del condado. Las calles están llenas de sombras abatidas que deambulan y fuman y beben.En este lugar la niebla de la campiña inglesa se confunde con el vapor de los parados.Me pareció que su desidia era casi contagiosa. Traspasaba la barrera mágica de mi televisor. Comprendí de un plumazo a los fantasmas que caminan entre las brumas de Essex. Creí de pronto que era una salida muy loable la del niño de los dedos negros.
De repente el niño me miraba. La asistente social había vuelto. Como terapia, le obligaba a ayudar a su madre a cuidar de los caballos.
No podía fumar dentro del establo. El niño de Essex me miraba sólo a mí, desesperado. Y entonces si que me dio pena. No supe que decirle. Solo asentí para que supiera que sabía lo que estaba pensando:
yeah, that´s right. punk is dead
Mi padre me despertó la otra mañana diciendome: Hija, han construido entre Francia y Suiza un acelerador de protones. Como en ese libro, ¿te acuerdas?.
Confieso que al principio sólo le oía entre brumas: El pintor de los portones, hija, el pintor de los portones.
Y no me parecía demasiado grave la cosa. Mi padre, mi tío y mi abuelo son pintores. Tuve un sueño de una décima de segundo en el que los veía a los tres pintando un pórtico nacarado.
En mi primer momento de lucidez,lo del acelerador de protones me dio mucha risa. Era como uno de los aparatejos raros que Harold Pinter nombra en su pieza teatral "Disturbios en la fábrica".
Acelerador de protones, vástago rematado en semiesfera monoovoide, escariador aflautado espiral de mango cónico de alta velocidad, mamola de Jacobo, que más da.
Todo está en la reserva de un loco chiflado de comedieta.
Pero después de despertarme, mi padre me volvió a repetir el titular de la noticia y se me encogió el alma.
¿Cómo es un acelerador de protones?
Yo me lo imagino como un circuito cerrado de ciclismo olímpico en el que millones de cachitos voladores se persiguen en espiral hasta parecer un dragón luminoso y gigante que se muerde la cola y convulsiona ruidoso.
(Siempre tuve envidia de los físicos. Debí ser física. Ellos si que saben manejar las cantidades exactas de abstracción y wi-fi poético universal).
Pero, ¿por qué nadie nos pide permiso a mi padre, a mí, al chino que me vende el maíz y el agua y al niño fumata y a su madre para construir un acelerador de protones tan cerca de nuestra calle?
Sospecho que algo tiene que ver la puesta en marcha del dragón luminoso con mi estado de los últimos días. No le encuentro otra explicación.
Estoy cabreada. Estoy muy cabreada. Todo me pone de mala hostia.Y he pensado: a tomar por saco.
¿Es que nadie va a hacer nada por arreglar este desequilibrio? ¿Es que nadie más ha notado el desequillibrio?
Cada vez están más lejos esos dos minutos de silencio que habremos de guardar en memoria de Crass cuando ganemos la revolución.
Penny Rimbaud tiene que estar hasta los cojones.
En una rato iré a comprar más maíz al chino del maíz. Y le susurraré (quiero convencerle. He de convencerle): You're paying for prisons. You're paying for their murder. Paying for your ticket.
Aunque seguro que se ríe el bobalicón sin conocimiento, como el niño gordo y fumata.